LA PALABRA

Verano

Según el diccionario,

1. Una de las cuatro estaciones del año que transcurre entre la primavera y el otoño;en el hemisferio norte comienza el 21 de junio y termina el 21 de septiembre, y en el hemisferio sur comienza el 21 de diciembre y termina el 21 de marzo.



sábado, 8 de agosto de 2009

Era diciembre

2.

Nos encantaba cenar en el patio cuando hacía calor. En el comedor, pegado a la cocina, era insoportable estar y nos ponía a todos de un mal humor pegajoso, como nuestra ropa.
Llevábamos la mesa blanca y el tele de 12 pulgadas al piso de loza gris que mi mamá odiaba limpiar. Mientras ella iba y venia con manteles, servilletas, individuales… nosotros intentábamos convencer a la antena de que nos entregara alguna forma reconocible. Canal 8 nunca funcionaba y era el único que nos gustaba. Al final, con el mantel de hule naranja y el olor a milanesa sobre la mesa nos servíamos cada uno la más grande que encontráramos aunque nunca la terminábamos. Mi papá aprovechaba nuestra distracción para poner a la Tota y la Porota y se reía porque decía que se parecían a mi y a la Agus, mi vecina de al lado. Yo me reía también pero no sabía bien quiénes eran esas dos señoras de la tele.
Con mi hermano nos pelábamos intermitentemente, siempre por un capricho distinto. A veces por la Coca Cola. Casualmente, cuando quedaba poca en la botella a nosotros se nos antojaba al unísono. Mi mamá entonces nos hacía servir a uno en dos vasos y al otro elegir entre los dos. Era una cuestión de vida o muerte pero justo. Yo elegía servir y calculaba cada gota en cada vaso para que mi hermano no tomara de más. Años después, en un experimento en la clase de biología, metimos un hueso de pollo en un vaso de Coca y al día siguiente apareció todo corroído. “Ese mismo efecto tiene sobre su cuerpo” nos dijo la aguafiestas de la maestra. Pero en el patio, en esas noches calurosas, yo no conocía sus efectos así que me tomaba la gaseosa sin culpa, intercalando cada trago con pedazos de pan. Una delicia que mamá censuraba porque me hinchaba, me engordaba y después no comía las milanesas caseras que tiempo después comenzó a comprar en el hiper con las de pollo no corroído y las pastas “Los Granaderos”. Mi mamá también se quejaba porque nosotros queríamos Coca helada pero nunca la guardábamos en la heladera después de tomarla y el que viene atrás se la toma hecha una meada, nos decía. Que impresión me daba escucharla decir eso. Igual mi papá siempre llevaba el hielo a la mesa para el tinto. Yo se lo ponía a la gaseosa pero al ratito estaba aguada y ya no me gustaba.
Mi papá se tentaba con Porcel mientras mojaba el bocado de milanesa en el jugo de la ensalada de tomate. Al pancito lo mojaba cuando mamá no miraba. Yo, con la panza llena de Coca me distraía con un cascarudo que caminaba tranquilo sobre una baldosa. Los cascarudos me llamaban mucho la atención. Parecían rinocerontes crocantes en miniaturas. Lo se porque un día me animé a pisar uno. Me dio mucha impresión pero lo hice con más respeto que cuando pisaba una hormiga y me sentí bastante peor despúes. Por eso, la mayóría de las veces los seguía con la miraba para saber qué hacían, a dónde iban… Eran buenitos pero mi mamá por las dudas (siempre por las dudas) me prohibía tocarlos. Yo igual no lo iba a hacer. Ahora que lo pienso, hace mucho que no veo ninguno. Tampoco mariposas de colores. ¿Se habrán extinguido? Debo reconocer que me siento un poco culpable.
Con los comensales ya bastante dispersos mi mamá comenzaba a levantar la mesa refunfuñando porque se la pasaba horas en la cocina para tragar todo en dos minutos y encima nadie la ayudaba a entrar las cosas. Afuera, se levantaba un viento fresco que secaba el sudor de papá y enviaba a mamá a buscar abrigos que no nos poníamos mientras mi papá, de sobremesa, prendía un cigarrillo y se servía más vino. Mi hermano y yo, ya un poco cansados, nos sentábamos otra vez en la mesa esperando un postre poco elaborado y de a ratos mirando para arriba, intentando ver alguna constelación rara o una estrella fugaz y pedir un deseo, como cuando entrábamos a una Iglesia que no conocíamos. Yo me frustraba porque sólo lograba ver a las Tres Marías hasta que mordía una manzana o una naranja por eso de la vitamina C y las defensas. A veces, pedíamos helado y comenzaba nuevamente la pelea con mi hermano por qué gustos elegir. A él le gustaban los de agua (re aburridos) y a mi los cremosos. Otra vez intercedía mi mamá, esta vez mucho menos democrática y “frutilla al agua, limón, naranja, dulce de leche y se acabó. Esto pasa porque se les consulta demasiado. Y vos ¿no pensás decir nada?”. Y mi papá: “Háganle caso a su madre” con la mirada en el televisor y el Turbo tirándole aire caliente en los pies.
Después de comer el helado que me daba chuchos de frío y me ensuciaba el camisón de volados rosa, le pedíamos a mi mamá que nos dejara dormir en el patio, en una carpa pero nos íbamos derechito a lavarnos los dientes y acostarse cada uno en su cama. Me gustaba dormir destapada, con la ventana abierta y sentir el viento fresco acariciarme un brazo, la cara… de a ratos también apoyaba la planta del pie caliente en el vidrio frío de la ventana. Cuando lograba dejar de prestarle atención al grillo molesto me empezaba a dar sueño y me despertaba al día siguiente tapada hasta el cuello y con la ventana cerrada. (La vocación de madre no tiene horarios)
Mi papá ya se había ido a trabajar y nosotros no podíamos meternos en la pelopincho hasta que no tomáramos la leche así que nos servíamos dos Nesquik bien fríos y calladitos, nos lo tomábamos despacio. No nos peleábamos todavía. Estábamos demasiado dormidos. Además, había tiempo… Había mucho tiempo.

Era diciembre. Y los bigotes, eran de chocolate.

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